martes, 9 de abril de 2013

EL BUSTO DE ALBORAYA, RETRATO DE LORD BYRON

El busto de lord Byron
Desenterramos este viejo artículo de A. Blanco Frejeiro sobre el llamado "Busto de Alboraya", por su interés en relación con el affaire del sospechoso vaso ibérico de El Campello y las artimañas de los falsarios para introducir supuestas antigüedades en los circuitos comerciales y hasta en las colecciones de los museos estatales.

Antonio Blanco Frejeiro, El busto de alboraya, retrato de lord Byron, Boletín del Museo Arqueológico Nacional, IV, 1986, 205-207.

Los avatares de la Segunda Guerra Mundial hicieron afluir sobre España no sólo a personas de aquí y de allá, sino a antigüedades y obras de arte que o bien habían salido antes de ella –caso de la Inmaculada de Soult, la Dama de Elche, el tesoro de Guarrazar y demás piezas intercambiadas con el gobierno francés en 194o bien que encontrándose en el extranjero –como las esculturas del Legado Zayas, hoy en el Museo del Prado entraban entonces por vez primera en nuestra patria. Una de estas últimas había de hacer su entrada con falso pasaporte de española, el que pronto sería conocido como el “busto de Alboraya” (Valencia).

Tras su adquisición e ingreso en el Museo Arqueológico Nacional, el entonces conservador del centro don Augusto Fernández de Avilés daba oportuna noticia del suceso, y en ella leemos: “Ingresó el 1 de septiembre de 1942, adquirido a don A. Sánchez Villalba, de Madrid, quien entregó en esta ocasión un escrito expresando que “el busto fue encontrado en una zanja que hicieron al entrar en el camino de Alboraya; la cabeza apareció unos cuantos metros distanciada del busto”.

El vendedor no era otro que don Apolinar Sánchez Villalba, acreditado anticuario de la Villa y Corte, y hombre de acrisolada honradez. Gracias a él, más de una obra de arte, como las piezas de orfebrería del tesoro de Santiago de la Espada, quedaron en los museos y colecciones españolas en vez de salir clandestinamente con destino al extranjero, razón por la cual don Apolinar gozaba de la estima de don Manuel Gómez Moreno, don Juan Cabré y otros eruditos del primer tercio del siglo. Podemos, pues, dar por descontado que el señor Sánchez Villalba intervino en la transacción de buena fe y con su habitual intención de prestar un servicio al país al tiempo de hacer su negocio.

Tal vez más por una elemental cautela que por desconfianza de la autenticidad del busto, Fernández de Avilés, trató de verificar la noticia. El nombre árabe de Alboraya y la falta de noticias de antigüedades romanas en aquel paraje despertaban sospechas. “Las consultas hechas acerca del descubrimiento del busto, que, por su importancia, parece debiera haber dejado siquiera algún rastro en la prensa, han sido también infructuosas”, dirá nuestro informante, Suponemos, fiándonos de un vago recuerdo, que el encargado de verificar los datos de procedencia sería don Domingo Fletcher Valls e imaginamos su perplejidad al recabar noticias de aquí y de allá entre las gentes de la comarca y volver de sus pesquisas con las manos vacías.

Y es que realmente el “busto romano del camino de Alboraya” ni era de Alboraya ni era romano. Pero de momento, y aún bastantes años más tarde, nadie cayó en la cuenta de ello. El busto ocupó un destacado lugar entre las antigüedades de época romana del Museo, y García y Bellido lo incluyó con todos los honores en su obra magna sobre la escultura romana en la Península Ibérica. Realmente el aspecto del busto era magnífico, y hasta su parecido con un personaje que figura en los relieves de la Columna Trajana, permitía considerarlo posible efigie del tarraconense Lucio Licinio Sura.

La excelencia escultórica del busto no es de extrañar si se tiene en cuenta que detrás de él se encuentra nada menos que la musa y la mano del gran Thorvaldsen, el “nuevo Fidias” como le llamara Brunn, el escultor danés que en unión de su maestro Canova retrataron a Napoleón, a su familia y a los elegantes de la época como si se tratase de Augusto y de la suya. Amén de ello, hicieron restauraciones de estatuas antiguas como las de los frontones de Egina por Thorvaldsen, e imitaciones de lo antiguo tan ajustadas al canon original que algunas han pasado y aún pasan por antiguas, v. gr. el Augusto niño del Vaticano, obra de Cánova.

En el caso del “Busto de Alboraya” su autor no pretendió seguramente hacer un retrato romano con visos de auténtico, teniendo a mano como tendría multitud de modelos con los que trabajar, sino una copia fiel del retrato de Byron. De haber tenido intención de engañar, no hubiese copiado tan servilmente las facciones, el peinado y hasta la toga que estuvieron a punto de delatarlo (Avilés se percata, por ejemplo, de la “nada frecuente disposición de la toga”). El hecho de que utilizase mármol de Carrara demuestra su intención de hacer una obra de mérito, y de hecho lo tiene, pues su espíritu es mucho más romano que el del original de Thorvaldsen.

¿Quién convirtió la copia en un falso retrato romano, cortándole el cuello y causándole las oportunas roturas, manchas y patinado? ¿El autor del busto u otro escultor? ¿Dónde estaba el busto al estallar la guerra, en Francia, en Suiza, en Italia?

Francia es la mejor candidata y la mejor vía de entrada, si se quería hacer algo con el sigilo que permitiese después pasarlo por un hallazgo arqueológico de suelo español. Avilés se percató, por el mármol, de que la pieza era importada, pero la consideraba tan buena, que no dudó en que era “importada en la Antigüedad”.

Creo que nunca despejaremos estas incógnitas. El falsario se salió con la suya. De haber vivido don Apolinar Sánchez y haberse sabido que lo habían engañado, tal vez pudiera dar alguna pista, por lo menos la del intermediario que puso el busto en sus manos y el certificado de que se había hallado en el camino de Alboraya.

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