miércoles, 11 de enero de 2012

INDIANA JONES EN LA CIUDAD DEL SANTO GRIAL

Ricardo González Villaescusa
Josep Vicent Lerma

Levante-EMV, domingo 8 de enero de 2012

El mediático desembarco europeo en la Ciudad de las Ciencias de Valencia de la exposición “Indiana Jones y la aventura de la arqueología”, producto de la factoría Lucasfilm Ltd. y National Geographic, procedente del otro lado del Atlántico, al igual que otros espectáculos como el famoso Cirque du Soleil, nos ha parecido una oportuna ocasión para una primera reflexión sobre los publicitados objetivos pedagógicos de la misma, construida en torno a una saga cinematográfica de éxito que, justo es reconocerlo, en los últimos 30 años, no ha dejado de suscitar nuevas vocaciones arqueológicas y ha generado en estas mismas páginas celebrados titulares como "Indiana Broch y la tumba maldita" (Levante-EMV, 30-12-93) o "El almacén de Indiana Jones" (Levante-EMV, 17-09-11). 

Vaya por delante que nada hay que objetar en contra del principio de que se puede enseñar deleitando. Tampoco está de más, insistir en que, habiendo disfrutado de la muestra uno de nosotros, acompañado de sobrinos, ésta resulta sin duda un oportuno y divertido complemento estacional de circos, ferias y otras diversiones navideñas al uso. Sin embargo, se puede colegir razonablemente, que el principal objetivo confeso por Manuel Toharia de divulgación de la arqueología como disciplina académica, so pretexto del personaje encarnado por Harrison Ford permanece en esencia frustrado.

En este sentido, el principal error de la instalación expositiva, presentada con grandes medios técnicos en el buque insignia del complejo temático de la CAC, proviene en nuestra opinión de un discurso poco comprometido con la realidad arqueológica, cuando no ambiguo, lastrado con demasiada quincalla ideológica, en el que algunos conceptos son difícilmente discernibles para los no iniciados.

Un ejemplo servirá de botón de muestra. En el montaje escenográfico se afirma sin medias tintas que las tesis de Erich von Däniken, sobre intervenciones de origen extraterrestre en la construcción de los geoglifos peruanos, son poco menos que inverosímiles. Pero si en realidad el curator de la "Aventura de la Arqueología" sostiene sinceramente esta tesis, ¿a cuento de qué viene dedicar todo un pabellón a las pistas de Nazca? Especialmente, si se tiene en cuenta que una de las vitrinas se exhibe el esqueleto de cristal de un “extraterrestre”, que sirvió para la cuarta entrega de la serie “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal”, donde precisamente se daba pábulo a una pseudo-arqueología de inspiración alienígena.

En otro orden de cosas, mayor enjundia en cuanto idea-fuerza abrazada por los creadores del evento, parece tener el de una arqueología completamente entregada a la corriente del historicismo, que no es precisamente la más actual. Se trata de una tendencia que en el campo arqueológico incorporó el difusionismo antropológico de F. Boas y que dominó el panorama académico de la arqueología americana hasta los años 60. Esto es, una escuela positivista que no se planteaba demasiados problemas metodológicos sino que confiaba el avance de su disciplina a la acumulación y compilación de conocimientos del pasado de una determinada región y cuyo objetivo último consistía en crear seriaciones cronológicas e históricas del pasado a través del estudio de las clases sociales altas y de sus manifestaciones arquitectónicas. Una práctica que la reducía a una ciencia auxiliar de la Historia, sin discurso autónomo, del acontecimiento, casi una anticuaria artística y estetizante… Una arqueología, en definitiva, del National Geographic, en la que el arquetipo humano de Henry Walton Jones Jr., no es otro que Alfred V. Kidder (1885-1963) y, en la ficción, el actor Humphrey Bogart en "El tesoro de Sierra Madre" en el papel de Fred C. Dobbs (1948).

Para mayor abundamiento, las piezas reales exhibidas corresponden a los expolios de una arqueología de traza "colonial" poco ética. Los grandes escenarios de los films de Indiana Jones lo demuestran: Egipto, Asia central, India, Sudamérica…, sucediéndose como localizaciones de una praxis arqueológica depredadora de objetos preciosos en países dependientes. La arqueología nazi, o el inevitable arqueólogo provisto de pistola o látigo redundan en esta mirada. Colonialismo rancio al que no es ajena la visión corta y estereotipada que de la arqueología valenciana parece tener o consentir el comisario de la exposición Fredrik Hiebert, de quien la página oficial de la institución a la que pertenece dice significativamente “Volvió a descubrir el oro bactriano perdido en Afganistán en arqueología 2004 y fue el comisario de la exposición del National Geographic en Afganistán: Tesoros ocultos del Museo Nacional de Kabul, que recorrió los principales museos internacionales y de los Estados Unidos”.

Tan parca y menguada noción de las tierras valencianas, que no puede pasarse por alto la sal gruesa de que F. Hiebert, parece ignorar olímpicamente, sin la más mínima mención o justificación, la existencia del Santo Cáliz en la catedral de Valencia, cuya antigüedad –que no necesariamente autenticidad- acreditaron los trabajos del arqueólogo Antonio Beltrán, el “Ier Congreso Internacional del Santo Cáliz: la ciudad del Santo Grial”, celebrado en Valencia entre los 7 y 9 de noviembre de 2008, primó frente a sus competidores como el “Sacro Catino” de Génova y al que la propia National Geographic ha dedicado precisamente uno de sus primeros capítulos de la serie “Expedientes misterio de la antigüedad”.

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